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De nada sirvió permitir la reelección

Cuando el cargo de representación popular no se debe al pueblo sino al dirigente de partido, algo en la democracia se ha podrido.

Esta es la definición de la repudiada partidocracia: cuando los líderes de los aparatos partidistas actúan como dueños únicos del registro electoral y para perpetuarse juegan con las candidaturas premiando a los leales y castigando a las voces críticas.

No hay fuerza política en México que hoy se salve de esta lógica perversa. Basta ponerle lupa al proceso que se está siguiendo en la selección de candidaturas, en todos los partidos, para constatar que la partidocracia mexicana goza de muy buena salud. Trátese del PRI, del PAN, de Morena, del PRD o de Movimiento Ciudadano, del Verde, del Partido del Trabajo o de las nuevas formaciones políticas, no hay excepción a este respecto.

El Partido Revolucionario Institucional (PRI), por ejemplo, atendiendo a la manera como se resolvieron las candidaturas merecería cambiar de nombre.

Le quedaría mejor llamarse Palito, el Partido de Alito, que es como se conoce a Alejandro Moreno, su único dirigente.

Hace poco más de tres meses el PRI celebró una reunión de su Consejo Político Nacional para reformar, a hurtadillas, sus estatutos con el objeto de que quedara como condición en el registro de cualquier candidatura, federal o local, la firma forzosa de don Alito.

En otras palabras, Moreno se reservó para sí el control absoluto de las candidaturas del que fuera el partido más poderoso e importante del país durante el siglo XX.

Ni a su fundador, Plutarco Elías Calles, se le ocurrió tamaña osadía.

Gracias a este mecanismo, Alito logró que los cargos más importantes de la próxima contienda electoral fueran definidos en función de la lealtad a su persona, prácticamente como única condición.

Las voces críticas dentro del PRI han sido desterradas: o estás con Alito, o de plano no estás, punto final. Quedaron, por ejemplo, fuera de las listas aspirantes del PRI que contemplaron reelegirse en la Cámara Baja a partir del buen desempeño parlamentario.

Por pensar y actuar con criterio propio fueron apartados ex presidentes del PRI como Dulce María Sauri, René Juárez o Enrique Ochoa.

También otras diputadas que jugaron en la actual legislatura un papel relevante como Mariana Rodríguez Mier y Teherán, Claudia Pastor o Erika Sánchez.

No importó como criterio que en su encargo hubiesen tratado con diligencia sus responsabilidades, ni el número de intervenciones que realizaron en tribuna, ni las iniciativas presentadas, ni su formación técnica o la experiencia política.

La tragedia priista trasciende al PRI. Un fenómeno similar se observa en el PAN donde legisladoras destacadas como Laura Rojas o Pilar Ortega tampoco merecieron ser consideradas para la reelección por la cúpula de su partido presumiblemente porque les faltó zalamería para lustrar los zapatos de sus patrones.

Sorprende que a Laura Rojas se le haya tratado como desecho cuando en la legislatura saliente ocupó la presidencia de la mesa directiva de la Cámara de Diputados.

Y que lo mismo le haya ocurrido a Pilar Ortega después del papel sobresaliente que jugó como presidenta de la Comisión de Justicia.

El oficio de estas dos mujeres mereció desprecio porque en su partido no quieren profesionales sino incondicionales.

Otro ejemplo similar es el de la diputada Martha Tagle, de Movimiento Ciudadano.

Esta legisladora ha tenido oportunidad de demostrar, cuantas veces ha ocupado un cargo de elección popular, congruencia en su pensamiento, rigor en su desempeño, disciplina con los valores más destacados y oficio político para hacer avanzar los temas que importan.

Se añade su proximidad con las organizaciones sociales en una época en que la sociedad civil está sometida a la metralla del desprestigio disparada desde el poder.

A pesar de todo lo anterior, Movimiento Ciudadano la lanzó por el mismo cubo de la basura en que terminaron Dulce María Sauri, Laura Rojas, Pilar Ortega o Claudia Pastor.

Lamentablemente la dirigencia partidista, que en México de nuevo se conjuga en masculino y con adjetivos machistas, despreció el talento que estas mujeres aportaban.

En vez de que fueran los votos quienes juzgaran el rol político de estas personas, los dueños de los partidos se adelantaron para barrer cualquier oposición dentro de los partidos de oposición. Morena no se salva de este comportamiento.

Ese partido también tiene dueño, ¡ya saben quién! El mañoso arreglo de las encuestas no es más que un subterfugio para maquillar el comportamiento partidocrático de la fuerza mayoritaria.

Ya los escribió en estas mismas páginas Gibrán Ramírez:  las encuestas de Morena no son confiables porque igual sirven para entronizar que para defenestrar candidaturas a partir de criterios arbitrarios.

Sirva como peor ejemplo lo sucedido en Guerrero, donde Pablo Amílcar Sandoval fue marginado para ungir en su lugar a Félix Salgado Macedonio como candidato a gobernador.

Un partido que no sirve para distinguir entre ofertas tan distintas no merece ser llamado partido.

Habría sido muy importante que, en vez de esconderse bajo las faldas de una encuesta, esta candidatura se hubiese resuelto por el voto de las y los militantes de Morena en la entidad.

Cuando se reformó la Constitución para permitir que quienes ocupan cargos en las legislaturas y los municipios pudiesen aspirar a reelegirse, fue argumento principal que este mecanismo permitiría profesionalizar el oficio de la política y también que la representación popular iba a verse forzada a rendir cuentas en las urnas.

Un balance hoy lleva a concluir que de nada sirvió esa reforma. Quienes cuentan con mayor y mejor experiencia parlamentaria fueron desechados y la única rendición de cuentas que importa es la que se hace de abajo hacia arriba, es decir, la que prioriza la lealtad del diputado hacia su jefe político sobre la que debería tenerle a sus electores.

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