Quien tenga el privilegio de sobrevivir a las mortales crisis de salud y económica que se abaten sobre el mundo, pero muy en especial sobre México, gracias al muy peculiar modito de enfrentarlas de la Cuarta Transformación, vivirá las consecuencias de la estrategia, inexplicable hasta para los más leales seguidores de Andrés Manuel López Obrador, consistente en dar y dar a manos llenas a los militares que, dicho sea de paso, lo reciben gustosos.
Lo que está por saberse es si queda algo más que quiera darles o, en el peor de los casos, ¿que querrán Ejército y Marino cuando la generosa bolsa presidencial se agote?
Lo último, anunciado ayer en Tulúm, fue la entrega de la administración de una de sus obras magnas, el Tren Maya, y la de los aeropuertos del Sureste.
Antes ya les había entregado aduanas y puertos, la construcción y administración del aeropuerto Felipe Ángeles de Santa Lucía, y mucho más que por conocido resultaría ocioso enumerar, pero destaca el control de la Guardia Nacional y la edificación de sus cuarteles, las sucursales del Banco de Bienestar, distribución de fertilizantes, remodelación de hospitales abandonados en el pasado, etcétera, etcétera.
El argumento para la entrega de la administración del Tren Maya es que así existirá garantía de que, después de la conclusión del mandato de López Obrador, quien gobierne al país no podrá privatizar el ferrocarril ni los aeropuertos.
El Presidente parte del supuesto de que su sucesor, provenga de Morena o de la oposición, enfrentaría la resistencia de las Fuerzas Armadas de las que constitucionalmente sería comandante supremo.
Si esto ocurriera ¿cómo resistirían el Ejército y la Armada a su Comandante Supremo? ¿Con las armas o llevándolo ante un juez, a una consulta popular o a la Suprema Corte de Justicia de la Nación?
Es de imaginar el conflicto que enfrentaría México en el supuesto de un desencuentro entre el Presidente y la clase castrense que pelearía lo que le fue donado para no perder la garantía de su jubilación.
La argumentación presidencial debió sonar a música celestial en oídos de soldados y marinos, pero a la vista brinca la intención oculta tras la generosidad presidencial: asegurar la lealtad castrense y, en caso que su proyecto no tuviese continuación, heredar un conflicto constitucional a sus sucesores sin manera de enfrentar la resistencia, en realidad rebelión, de las Fuerzas Armadas ante el intento del Ejecutivo Federal de modificar el estatus del Tren Maya y de los aeropuertos del sureste y el Felipe Ángeles.
¿Por qué el afán de estimular el apetito militar?
Asegurar su lealtad en lo que resta del sexenio que no será fácil para la 4T.
Si se trata de alejarlos de la tentación de asociarse con los cárteles de las drogas, de lo que está acusado el anterior secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos (si ocurrió debió contar con la complicidad de legiones de tropa y altos mandos), habría que tratar igual a la Guardia Nacional y a las policías estatales y municipales. Nada alcanzaría para garantizar su pureza.
Pero las preguntas persisten: ¿y si los militares quieren más? ¿si ya no les basta con construir y administrar aeropuertos, bancos y vías férreas que algo dejan por más que se construyan y administren con honestidad?
Y ¿si de pronto se plantean que no hay tal generosidad sino una estrategia de adquisición y deciden tomar lo que les falta, que es el control de la bolsa de la que sacan para bonificar sus servicios?
El general Cresencio Sandoval y el almirante Rafael Ojeda saben que, a partir de la tradición militar de, al menos, los últimos ocho sexenios, ese riesgo no existe si hablamos de las Fuerzas Armadas como instituciones, pero ¿cómo podrían garantizar que de entre sus filas no emerja un loquito con ambición desmesurada que quiera más, todo?
Entonces, como dice la Biblia, será el momento del llanto y el crujir de huesos.
Quien sobreviva a las crisis lo comprobará en carne propia.