Al cumplirse 23 años de la masacre en Acteal, en el sureste de México las comunidades padecen un nuevo clima de violencia, generado por grupos armados descendientes de los responsables de aquel crimen, dijo fray Gonzalo Ituarte, teólogo y vicario dominico de la ciudad colonial de San Cristóbal de las Casas.
«La situación actual es de predominio de la violencia, del miedo y de la inseguridad, asociada al hecho de que la delincuencia organizada y los grupos armados con sesgo político, ligado con otros intereses, siguen presentes en una tierra donde no existe el estado de derecho y odnde actúan impunemente», dice el también presidente de la asociación civil Servicios y Asesoría para la Paz.
Los grupos armados siguen agrediendo a las comunidades indígenas como aquel 22 de diciembre de 1997.
«La violencia era una advertencia para que las autoridades tomaran otras medidas y no lo hicieron en 1997, cuando ocurrió la brutal masacre de Acteal», dice el prelado, que llegó como misionero a la zona en 1975.
La antigua zona maya, aislada por las montañas del sureste que se prolongan hasta Guatemala, es zona de migración ilegal y narcotráfico.
«En el mundo de las comunidades indígenas existen realidades ocultas, además de la realidad social dramática de pobreza y atraso, hay otros intereses, se padece la falta de profundidad en las acciones gubernamentales, y una serie de eventos de aquel tiempo permitieron que el crimen terminara impune», dice el sucesor del legendario teólogo de la liberación y obispo Samuel Ruiz (1924-2011).
Impunidad, el nombre del juego
Aunque fueron encarcelados los agresores, no fueron tocados los autores intelectuales y políticos del crimen.
Los detenidos por perpetrar la masacre pasan por la cárcel, pero nadie los defiende, porque no hubo un proceso judicial adecuado y son liberados.
«A fin de cuentas los autores intelectuales no fueron señalados ni adecuadamente castigados», lamenta Ituarte.
A lo largo de los años se mantiene el predominio de las armas y esos grupos «siguieron alegremente su vida».
Así se generó una cultura en la que solo vale tener la fuerza y ejercer la violencia en amplios sectores, una realidad que se extendió a toda la nación en territorios que no están bajo la soberanía del Estado, explica el líder religioso.
«En estas zonas, lo que predominan son los intereses económicos y políticos de grupos armados locales, con ligas nacionales e internacionales con el tráfico de drogas y de personas», denuncia el vicario.
En meses recientes llegaron nuevas agresiones armadas, por ejemplo, en el municipio de Almadas, Chiapas.
Se firman acuerdos auspiciados por el Gobierno federal, pero el terror no cesa.
Violencia sin fin
Otro evento de violencia ocurrió en San Juan Chamula, Chiapas, con el objetivo de defender a un cacique local, con influencia y poder, que comete delitos y fue encarcelado.
«Su gente armada quema casas y lesiona a pobladores para imponer su derecho a los ‘usos y costumbres’ en contra de un presidente municipal» elegido por medios democráticos.
Ha cometido delitos, pero «lo protege un conjunto de intereses económicos y políticos, con influencias en la zona».
Esa estructura delictiva influye en San Cristóbal de las Casas, la urbe colonial histórica, que es «controlada por esas redes de complicidad».
Esta es una herencia de la violencia de los años 1990, cuando fueron protegidos los paramilitares y se impuso la costumbre de tener armas, con la convicción de que la fuerza es la forma de obtener beneficios.
«No son los mismos paramilitares de antaño, amparados por los militares y fuerzas gubernamentales, sino grupos armados con aliados y cómplices en la estructura del poder, que les permite actuar», contrasta Ituarte.
Cuando hay esfuerzo federal por resolver el caos, se desata la agresión, como la que sufre el vecino municipio Almada, con disparos todos los días.
El fenómeno histórico podría definirse como una «privatización de la guerra» que date de la insurrección indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que encabezó el encapuchado subcomandante Marcos, en 1994.
El Gobierno de entonces firmó la paz bajo presión, pero decidió «usar a los grupos paramilitares, privatizó la guerra», explica.
Así fue masacrada la comunidad cristiana pacífica de «Las Abejas», en una ermita donde mujeres y niños se refugiaron a orar, huyendo de la violencia.
Los acuerdos de San Andrés firmados por el EZLN y el Gobierno frenaron la guerra, pero los gobiernos sucesivos se olvidaron de las causas originales: el reconocimiento de los derechos y de la autonomía indígena.
Más de dos décadas después, una zona asolada por el tráfico de drogas y de personas es el caldo de cultivo del miedo y la muerte.